Argentina volvió a tener superávit comercial: una buena noticia que no es tan buena
La depreciación del peso (“devaluación”) instrumentada por el gobierno argentino en 2018 permitió revertir del déficit comercial a partir del mes de septiembre para cerrar diciembre con un superávit de 1369 millones de dólares.

La depreciación del peso (“devaluación”) instrumentada por el gobierno argentino en 2018 permitió revertir del déficit comercial a partir del mes de septiembre para cerrar diciembre con un superávit de 1369 millones de dólares.
La Argentina –una nación con una abultada deuda en dólares que debió recurrir al Fondo Monetario Internacional para evitar un nuevo default– está obligada a generar divisas para poder honrar sus compromisos. Así que el superávit comercial es una buena noticia.
La mala noticia es cómo se logró ese superávit: por medio de un derrumbe de las importaciones, muchas de las cuales corresponden a tecnología, equipos y maquinarias necesarias para eficientizar procesos productivos Toda devaluación implica una pauperización de la población local (especialmente la más indefensa). Es un costo que un gerente de la macroeconomía puede decidir asumir a cambio de que la deprecación de la moneda local actué como un incentivo exportador que, con el tiempo, genere más riqueza de la que destruye.
Pero eso no está ocurriendo. Y tampoco va a ocurrir. Las exportaciones están estancadas hace años. Porque dependen casi exclusivamente de las divisas generadas por la agroindustria: el único cordón umbilical que conecta a la Argentina con el mundo. Gracias a la soja no somos África.
Argentina tiene potencial para generar muchas más divisas por medio de la exportación de alimentos, minerales y servicios (en 2019, nombrado “Año de la Exportación” por el decreto 1177, los servicios comenzarán a pagar retenciones; parece joda, pero es así).
En el mundo en el que vivimos la única manera de generar industrias con empleo agregado es por medio de asociaciones comerciales con naciones que cuenten con economías complementarias (China a la cabeza). Pero para eso es necesario darse cuenta que somos buenos haciendo algunas cosas. Y un desastre en otras. El modelo de sustitución de importaciones estaba muy bien en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero estamos en 2019.
Mantener la economía cerrada durante tantas décadas sólo conviene, en la actual coyuntura, a los que hacen negocios en este coto de caza. Son una minoría. Pero con mucho poder de lobby.
En la Argentina existe mucho talento, riqueza y empleos que nunca se desarrollarán al no poder acceder sin restricciones a los principales mercados del orbe. Tanto para exportar como para importar. El colmo de la ridiculez en la que vivimos es que las empresas deben pedir permiso al Estado para poder ingresar equipos libres de aranceles (en el marco del denominado “régimen de importación de bienes integrantes de grandes proyectos de inversión”). En un país normal deberían poder hacerlo directamente.
Estoy seguro que algún comunicador de alguna dependencia pública redactó un comunicado –que no leí– sobre lo bueno de haber logrado superávit comercial. La verdad es que, tal como estamos, da lo mismo tener superávit que no tenerlo. Porque seguimos haciendo lo mismo de siempre. Dependiendo de un solo sector (al que se manotea tributariamente como un acto reflejo cuando aparecen problemas). Aislados del mundo (¿qué quedó de la puesta en escena de la última reunión del G20?). Y convencidos de que no existe otra manera de hacer las cosas a pesar del desenlace final que tal accionar termina teniendo en nuestra propia historia.
Ezequiel Tambornini
Fuente: Valor Soja